Desde muy pequeña, Catrina se soñaba con el día en que podría ser madre. Siempre, cuando alzaba un bebé, se imaginaba que era suyo propio, y se llenaba de esa misteriosa emoción materna. Ahora, al fin se realizaban sus sueños. Había dado a luz a una niña.
A su bebecita le puso por nombre Dana. La estrechaba amorosamente y le susurraba palabras de cariño: «Cuánto te amo, hijita. Te cuidaré bien, y siempre te daré lo mejor». A su madre la bebé le parecía tan tierna, tan bella y tan inocente.Cuando Dana tenía dos meses, Catrina le puso aretes de oro. Le encantaba salir al pueblo con su tesoro. Orgullosamente, la exhibía delante de sus amigas. Nunca faltaba quien dijera; «¡Ah, qué niñita tan bella! ¡Qué dichosa eres, Catrina!»
Dana creció rápidamente bajo las tiernas caricias de su madre. Empezó a caminar a temprana edad. Catrina le compró los vestidos más lindos que ofrecía la tienda, le compro calzoncitos con encajes que hacían juego con sus vestidos cortos. Catrina admiraba sus ojos suaves, sus piernitas gorditas y pulidas, y su piel delicada.
Al crecer, Dana desarrolló mucha agilidad. También le encantaba la música, como parecía tener un talento natural; Catrina la mandó a estudiar el canto y baile. A los doce años había desarrolladomuy bien sus habilidades, cantaba y bailaba muy bien, le gustaba mucho bailar y estar con las amigas del pueblo.
A Catrina también le encantaba bailar, y muchas veces acompañaba a su hija a las fiestas y a los bailes. Catrina se afanaba mucho por vestir a su hija a la última moda, le compraba vestidos muy ajustados y cortos; alababa también la gracia de sus coqueterías. Dana también se destacaba por su carácter amable, llegó a ser una muchacha muy popular.
Pero un día, Catrina se despertó de su sueño, su vana ilusión se derrumbó. A Catrina le parecía que sus sueños, su esperanza y el orgullo de se vida se habían terminado, la noticia le cayó como un rayo. ¡Dana estaba embarazada!.
«¡Ay, mi hija, mi hija!» lloraba Catrina. ¿Cómo te atreviste a humillarme tanto? Catrina lloraba amargamente, y no dejaba de regañar a su hija; tanta fue su vergüenza que quiso echarla de la casa.
La pobre Dana se sentía desolada y rechazada. Pero quien tuvo la culpa, ¿Dana o su madre? Dana sencillamente había seguido el rumbo que le había marcado su madre. Sin duda, Dana tenía cierta culpa. ¡Pero la mayor culpa la cargaba la madre!
¿Es de extrañar que Dana se involucrara con el sexo ilícito? ¡No! Al contrario ¿qué más se podía esperar si desde su niñez había aprendido a lucir su cuerpo para despertar la concupiscencia de los hombres?
¡Madres, madres! Despierten de su sueño. Limpien su corazón de la vanidad. Enséñenles a sus hijas el camino de la honestidad y la pureza, y recuerden que su ejemplo habla más fuertemente que sus palabras. Me asombra ver a tantas mujeres que profesan ser cristianas, pero se conducen como las mujeres del mundo.
¿Quiénes tendrán el valor de apartarse del mundo y sus modas perversas e identificarse con el pueblo de Dios? ¿Quiénes estarán dispuestas a soportar las burlas de la gente por cumplir la voluntad de Dios?
Tomado de Revista La Antorcha de la Verdad.