La disciplina es una necesidad imprescindible para que nuestros niños puedan crecer espiritualmente. Ellos agradecen la disciplina porque les ofrece estabilidad. La disciplina los equipa para poder responder a las demandas que les exigirá cada etapa de la vida.
Mientras más temprano comencemos a disciplinarlos, menos estrés habrá, tanto para el niño como para los padres. Un niño disciplinado se sentirá seguro de enfrentar la vida, ya que la disciplina desarrollará en ellos un carácter que los hará sentir competentes. Al principio ninguna disciplina es causa de gozo; pero luego, cuando ellos ven los resultados, lo agradecen.
Cuando un niño comienza a sentirse incompetente en la vida se resiente contra los padres, que por causa de la permisividad y temor a disciplinar lo dejaron subdesarrollado en algunas áreas de la vida, las que ahora le están cobrando con intereses.
La disciplina de hábitos
Una de las ventajas importantísimas de la disciplina es crear hábitos en nuestros hijos. Si no creamos en ellos costumbres o hábitos desde temprano, será muy difícil que lo logremos cuando sean maduros.
Por ejemplo, cuando nuestros hijos sean adolescentes, pretenderemos hacer de ellos muchachos y muchachas hacendosos y ordenados. Como ahora son niños muy chiquitos creemos que no pueden crear el hábito de ser ordenados. Esperamos a que sean mayores, por lo menos preadolescentes, para entonces enseñarles. Pero, ¿a qué están acostumbrados? ¿A qué se acostumbraron en los cinco, seis, siete años de su vida? Al desorden, como si vivieran entre escombros. Ellos piensan: «Yo desordeno, y mamá recoge; yo tiro, y papi levanta».
Ahora hay estrés y muchos regaños por algo que le permitieron hacer durante años. ¿No les parece injusta la tirantez que se produce, cuando fuimos nosotros los responsables de tal indisciplina?
Niños
Cuando llegan a la edad escolar, los maestros les exigen poner sus cosas en orden, en su lugar, y lo interesante es que lo hacen. ¿Por qué? Porque desde un principio les enseñaron las reglas del juego, y las autoridades escolares fueron diligentes en velar por su cumplimiento. Pero en casa siguen el patrón aprendido allí. Entonces empiezan las discordias, las críticas y los regaños. Regaños para aquí, regaños para allá. ¿Y de quién fue la culpa? ¿De ellos? ¡No! Si hoy son desordenados es porque nosotros fuimos unos inconstantes al no saber imponerles hábitos. No supimos enseñarles costumbres de orden, de limpieza, de ser hacendosos con sus cosas.
Dios nos mostró que la disciplina de hábitos era una bendición, y que teníamos que ayudar a nuestros hijos a adquirir esta cualidad. Como padres, no podemos ver la disciplina como una crueldad hacia nuestros hijos, sino como una bendición.
Desde que ellos comienzan a gatear y jugar en el piso, y en la medida que van creciendo, debemos enseñarles orden. ¿Terminaron de jugar? Toma al niño, y con mucho cariño indícale dónde van las cosas. Nosotros le decíamos a los nuestros: «Ven acá. Esto va aquí». Y lo colocábamos en su lugar. «Y esto va allá», y lo ubicábamos, en orden. Es cierto que teníamos que hacerlo inicialmente nosotros. Pero luego, en las siguientes ocasiones que terminaban de jugar, soltaban sus juguetes y se retiraban, entonces los deteníamos y les decíamos:
– No mi amor, ven acá, por favor; acomoda las cosas como te enseñé.
Y los estimulábamos:
– Pon esto aquí. El niño lo puso muy bien: ¡aplauso!
Celebrábamos el acto de obediencia con mucha alegría, y lo premiábamos con besos, abrazos y elogios.
¿Qué pasa si se niega? Párate firme, y no le permitas continuar a ninguna otra actividad hasta que ponga todo en orden. Toma el tiempo que sea necesario, hasta que obedezca; y, por favor, no te rindas. Los niños nunca se olvidarán del momento en que lograron doblarte el brazo… y lo intentarán nuevamente con más fuerza cada vez.
Ambos padres deben cooperar en la campaña de disciplina. Si nuestros hijos aprenden desde el principio que «papá y mamá unidos jamás serán vencidos», serán rápidamente instruidos para así desarrollar las habilidades y virtudes de carácter que queremos ver crecer en ellos.
Por favor, luego que se dé la obediencia, recuerda celebrar en grande, para recompensarlos.
Tomado del libro: Señor, que mis hijos te amen de Editorial Casa Creación